Detesto este trabajo, pero MSC es un buen lugar para comenzar. Lo sé y me
lo repito muchas veces. Mis padres y mis amigos también: “Aguanta y aprende,
enseguida te saldrá algo mejor. Que acabas de licenciarte…”. Y eso que sólo
llevo dos semanas aquí encargándome de “Triples R” (Reanimación, Revisión y
Rehabilitación), que se dan cada tres meses a clientes que viven en MSC desde
hace menos de cinco años, y dos veces al año a los que disfrutan de MSC desde
hace más de un lustro.
El agraciado de hoy va a
ser un tal Matías Puga, que lleva con nosotros la friolera de once años.
Me toca trabajar codo con
codo con Adán, qué se le va a hacer. Nos conocemos desde la facultad y nunca me
cayó bien. Hay un fondo de crueldad tras su aspecto simpático y bromista.
Acompañados por un par de bedeles, Adán y yo
atravesamos varios pasillos y llegamos a la antesala a la Nevera. La Nevera es
como llamamos vulgarmente a la Cámara de Hibernación Parcial-Discontinua.
Introducimos nuestras
identificaciones en la ranura y las puertas de la Nevera se abren para nosotros
entre nieblas de bienvenida. Entramos con paso firme en el lugar, una estancia
de hechuras infinitas donde hay filas y más filas de camas-cápsula que parecen
ataúdes ovales.
Los bedeles se ponen guantes, cogen una camilla con
ruedas de una salita adyacente y nos conducen hasta la urna del señor Puga. Una
vez frente al “ataúd” dan a los botones señalados; la tapa del lecho se abre
sola; desconectan al señor Puga del entramado de cables y tubos que mantienen
su cerebro en otro mundo, su estómago lleno y sus excrementos y fluidos
corporales controlados; recogen un par de bolsas de morralla y las tiran al
cubo que hay a un lado de la cápsula; sacan al hombre y nos lo posan sobre la
camilla toscamente. Luego abandonan a paso ágil la Nevera.
Ya en la sala donde vamos
a llevar a cabo la “Triple R” nos encontramos a pocos centímetros del señor
Puga. No es el primer cliente de MSC que tengo delante pero, desde luego, su
aspecto es mucho peor que el de otros. El señor Puga, por hinchazón que no por
exceso de grasa, se ha convertido en un ser grueso, amorfo y flácido como un
buñuelo mal hecho. El color que muestra su piel es increíblemente azulado, como
si le hubieran teñido la sangre de las venas, y las zonas en las que suele
tener incrustados los conductos de entrada y salida lucen círculos y
semicírculos de todos los tamaños en tonos púrpura, amarillento y granate.
Adán, repentinamente,
abandona la sala poniendo como excusa una inoportuna llamada telefónica de su
esposa. Yo no he oído ningún móvil… Así que tengo que hacérselo yo todo al
señor Puga, eso sí, con la ayuda de Rita, la amable auxiliar, que surge como de
la nada. Entre Rita y yo le aplicamos al durmiente, por todo el cuerpo, una
crema helada con olor a pintura; le colocamos una mantita plateada; le ponemos
las ventosas del Reanimador en los puntos estratégicos, y le damos descargas.
Una, dos, tres, cinco veces. Su cuerpo grueso salta y vibra sobre la colchoneta
y temo que vaya a reventar de un momento a otro. Pero eso no ocurre, y el señor
Puga abre los ojos en mitad de fuertes espasmos y supurando una gran cantidad
de lágrimas y babas. Le damos la bienvenida y le tranquilizamos. Le
incorporamos, Rita le asea, le ayudamos a ponerse en pie, y comprobamos que no
sufre vértigos y que puede expresarse.
Pasado lo peor, Adán
reaparece. El señor Puga parece espabilado y nos dice que está bien pese a que
ha vomitado dos veces. Pero mientras seguimos con el protocolo (sacarle sangre,
hacerle realizar ejercicios de dicción básicos, colocarlo en la máquina de
andar y comprobar que da los pasos reglamentarios…), a mí me da la sensación de
que no lo está. Sus ojos, saltones y verdosos, tienen la mirada de un chiquillo
triste e indefenso. Estoy seguro de que está pensando en los asuntos que ha
dejado pendientes en su MSC particular, donde, según su dosier, es una estrella
de Hollywood con una esposa espectacular. Adán se burla mucho de este pack, lo
considera especialmente vulgar, pero yo creo que todas las elecciones de nuestros
clientes dan para muchas chanzas. Todos quieren ser célebres y millonarios y
destacar en alguna arte o habilidad especial, a saber: cine, literatura,
música, deporte, ciencia… También hay por ahí ladrones de guante blanco, reyes
y emperatrices, o hasta intrépidos detectives.
Pero repito que el señor
Puga muestra un aspecto especialmente lamentable. Y no puedo evitar sentir una
gran lástima por él. ¿Tan infeliz sería este hombre como para decidir convertir
su vida en un jodido videojuego?
“Bueno, creo que ya está
usted listo para ir a Psiquiatría. Rita le acompañará. Feliz breve estancia en
el Mundo Real, señor Puga”, dice Adán haciéndose el amable, y me mira para que
yo le imite. Pero no hablo. Actúo. Voy a saltarme una norma no escrita. Con un
rápido movimiento abro la única ventana que hay y dejo que una potente ráfaga
del frío viento que hoy hace penetre en la estancia, provocando que objetos
ligeros revoloteen. Obviamente, tanto nuestros rostros como el del señor Puga
son acariciados por este frescor, y la reacción del señor Puga es la que me
imaginaba: cierra los ojos con deleite y se deja impregnar por la deliciosa
sensación. Adán me mira con cara de asesino y yo me hago el tonto. “Es que hace
mucho calor aquí dentro. Necesitaba un poco de aire fresco”, me disculpo
riéndome en silencio. Sé perfectamente que los genios de My Second Chance han sido incapaces de reproducir la sensación del
viento en la cara y que nuestros clientes la echan de menos. Al igual que la
lluvia, las cosquillas o el rastro salivoso de los besos de verdad.
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