La segunda entrevista en busca de
las prácticas soñadas la tuve en una empresa situada en un Parque Empresarial
vizcaíno, bastante alejado de Bilbao. Para llegar hasta allí, como no tenía
carné de conducir y mi padre no podía acercarme por encontrarse trabajando,
tuve que tomar un autobús que me dejó, literalmente, en mitad de la carretera,
en una parada que no contaba con una marquesina propiamente dicha, a merced de
camiones gigantescos y coches amenazantes que pasaban en ambas direcciones como
centellas, dejando un festival de nubes tóxicas a su paso. Había que levantar y
agudizar la vista para alcanzar a ver el mamotreto industrial que se levantaba
a bastantes metros de allí, y por ningún lado se veían caminos decentes para
arribar al lugar. Entonces, allí, vestida pulcramente con mi traje de chaqueta
oscuro y bien cortado, calzando mis zapatos de salón negros que sólo me ponía
para ocasiones especiales y bien amarrada a mi grueso bolso de piel como si
fuera mi única ancla en aquel amenazante entorno, me dije cual slogan: “Éste es
un mundo de coches”. Podría haberse tratado de un anuncio de coches perfecto,
sólo que con una modelo vulnerable y un mensaje subliminal algo agresivo: “Si
no conduces, eres una pulga atropellable”.
Con suma dificultad y sin ser herida
de ninguna manera (milagrosamente: la señalización dejaba mucho que desear),
logré arribar a la empresa que me había reclamado para una entrevista, un
bloque tosco e intimidatorio de hormigón, cristal y metal plantado entre otros pabellones
vistosos pero con aspecto de estar deshabitados. Aquello parecía el escenario
perfecto para una película de zombis, donde se esconden y atrincheran los
supervivientes mientras los muertos vivientes los rodean y acechan sin tregua.
Mi entrevistador, en esta ocasión,
era afable, muy afable. Grandote, moreno, de mejillas sonrosadas y con un
fuerte acento vasco. Daba la sensación de que acababa de dejar el taller
artesanal donde trabajaba, se había puesto su mejor traje y se había plantado
allí, en una sala de reuniones con aspecto futurista, para hacerme una
entrevista. No me soltó ninguna impertinencia ni sermón cuando le relaté mis
estudios y experiencias (alabado sea Yahvé), pero se le nublaron los ojos
cuando le dije que había llegado hasta allí en autobús. ¿Cómo? ¿En autobús?
Aquello era posible, sí, claro, pero… ¿Cómo podía ser que una chica joven y
sana no condujera? Suspiré mentalmente. Entonces, tocaba el tema de por qué
Anabel Rey Leal no conducía. Un temita que hasta el señor Velázquez y Mr.
Simpatía habían evitado. Pero claro, es que aquel centro de trabajo estaba
ubicado en el Reino de las Carreteras Humeantes, y si decidían contratarme, al
no contar con un corcel de acero como medio de transporte, mi vida correría un
grave peligro dos veces cada día, al llegar y al irme. “No conduzco porque se
me da fatal. Lo intenté y vi que era imposible… Fui a una autoescuela y suspendí
tantas veces el práctico que llegué a la
conclusión de que aquello no era para mí. No tengo las características que hay
que tener para poder conducir, así de simple. Mis reflejos y mi capacidad de
atención y reacción las tengo en niveles demasiado bajos…”. Esto es lo que
tendría que haberle dicho a aquel sonrosado hombre, pero me limité a contarle
que no tenía carné porque no me atraía nada la conducción. Y el tipo puso cara
de no estar satisfecho con mi respuesta, y sin mirarme a la cara me dijo que me
lo iban a pedir para muchos trabajo, que debería sacármelo. Callé. Él también.
Un breve silencio. Volvió a mirarme muy sonriente y me preguntó cuál era el
último libro que me había leído. “Como veo que eres algo así como una escritora
en ciernes, supongo que serás toda una leona’”. Jaja. Y yo le contesté que
acababa de terminar ¿Sueñan los androides
con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick, un rocambolesco título que esconde nada más ni nada menos que la
novela en la que se basó Blade Runner
de Ridley Scott, mi película preferida. El Sonrosado puso cara de susto, rio,
soltó un sonoro “¿Cóoomooo?”, me expliqué, hubo un “Ajá, ¿sí?, no lo sabía, la
película la vi hace mucho, no me acuerdo de casi de nada, sólo de Harrison Ford,
un tipo casi albino y un búho robot”. Y luego, mi entrevistador me entregó un
folio y un bolígrafo con el logotipo de la empresa y me invitó a resumirle mi
lectura. Pero sin él delante. Abandonó la sala prometiendo volver en quince
minutos.
Aproveché el tiempo concedido para
hacer un ejercicio de comparación perfecto entre el libro de Dick y la película
de Scott, a saber, qué personajes y elementos del libro habían sido omitidos en
la versión cinematográfica y con qué tono había sido relatada aquella historia
en la gran pantalla, dejando de lado ciertos aspectos para mí muy interesantes pero
que seguramente no resultaban muy atractivos transmitidos mediante el lenguaje
del cine. Y escribí datos y más datos, fechas, nombres, citas… Era muy buena en
eso, en memorizar datos y más datos que a mí me resultaban muy interesantes. Y
mientras escribía toda aquella avalancha de datos y disertaciones personalísimas
sobre los replicantes de Dick y los de Scott, mi lado más sádico fantaseaba con
la idea de cómo sufriría mi entrevistador al leer todo aquello. Porque mi cada
vez más afilado instinto me decía que yo no iba a pasar aquella entrevista.
No me equivoqué. A los dos días me
lo comunicaron. El Sonrosado no me quería para la segunda tanda de entrevistas;
a mis otros tres compañeros que también habían sido entrevistados por él, sí.
En un primer momento mi aún enderezado orgullo quiso creer que algo así me
había ocurrido por no tener carné de conducir, pero una de las escogidas para
la segunda ronda derramó mis esperanzas por el suelo. “Qué va”, me dijo, “yo,
aunque tenga carné, ya le he dicho que no tengo ni coche ni intención de
hacerme con uno, y he pasado la entrevista. Por cierto, qué hombre más
simpático, ¿no? Me pidió que le escribiera una redacción sobre mi novio, ¿te lo
puedes creer?”.