Llegué de la
biblioteca minutos antes de las nueve, la hora a la que había que estar a la
mesa so pena de ganarse una tremenda bronca. En cuanto estuve en casa sentí el
reconfortante calor de la chimenea y percibí el delicioso olor de la cena de
Navidad. Dejé los zapatos en la cocina y entré en el salón preparada para encontrarme
con lo esperado: mi familia bien acomodada aguardándome para cenar. Y sí, allí
estaban todos: papá, mamá, la abuela, el tío Moisés y la tía Rebeca con sus
gemelas, el tío Manuel y la tía Almudena con sus hijos, Miguel y Alicia, …y
alguien más. Uno más. Un crío de unos diez años sentado entre Miguel y Alicia. Enseguida
reparé en aquella presencia, pero comencé mi ronda de besos como si nada. Sólo
cuando me llegó el turno de saludarlo pregunté quién era. Mi pregunta
desconcertó, sobre todo a la tía Almudena. Nunca olvidaré sus saltones ojos
verdes clavados en mí. «¿Cómo que quién es éste? Carolina, es Elías, tu primo».
Sonreí, agité la cabeza. «Pero qué primo Elías...». La tía Almudena se mordió
el labio. «Carolina: Elías, mi hijo pequeño». Me alteré un poco. Opté por
tranquilizarme buscando una explicación. «O sea, ¿que lo habéis adoptado?». Inconscientemente
miré a las gemelas, que hasta hacía un año vivían en un orfanato ruso. Luego me
dirigí a mis progenitores: «¿Cómo no me habéis dicho nada?». Mis padres
guardaron silencio y se miraron con estupor. La abuela era feliz en su mundo.
El tío Manuel se lo tomó a guasa. «¿Tan crecidito ves a Elías? El tiempo
también pasa para ti, ¿eh?». «Pero tío Manuel, ¡que vosotros no tenéis más
hijos que estos dos!». Y señalé a Miguel y Alicia. Miguel jugaba con su
maquinita de marcianos; Alicia se enfadó. «Si esto es una broma, qué sentido
del humor más chungo tienes», me acusó achuchando a Elías, que ocultó el rostro
en el pecho de su hermana. La tía Almudena
pidió ayuda a mamá. «Marina, no sé qué le pasa a tu hija esta vez». «¿Qué
quieres decir con "esta vez"?», le preguntó papá cariacontecido. «Supongo que
Almudena se refiere a cuando a tu hija le dio por alimentarse a base de lechuga y
nos volvía locos en las comidas familiares», dijo el tío Manuel. Mamá no me
defendió; me cogió por el antebrazo y me espetó: «Carolina, ¿qué andas? No
habrás tomado algo raro para estudiar más, ¿verdad?». Gemí. «Mamá, no me he
drogado. ¡Que en esta familia no hay ningún Elías!». Intervino papá. «O sea, que
no recuerdas que tu primo Elías exista. ¿Ni tan siquiera te suena?». «No»,
dije, «¿el resto, todos, sí?». Moisés y Rebeca me miraron con lástima mientras
contenían a sus gemelas para que no destrozaran el belén. Se me ocurrió algo. «Pues
si Elías es de la familia, tendremos fotos de él, ¿no? ¡Mamá! ¿Dónde están los álbumes?»,
inquirí ansiosa. Nos acabábamos de mudar; las cosas no estaban donde siempre. Mamá
frunció el ceño. «En alguna caja del camarote, pero ni se te ocurra ir. Está
todo lleno de porquería y es tarde». El gesto de mi padre se volvió amenazante.
«Basta ya, Carolina. Para una vez que preparamos la Nochebuena nosotros, nos estás
amargando la fiesta». «¿Ves cómo tener la casa más grande no es lo más
importante?», le susurró el tío Manuel a la tía Almudena. «¿Por qué no la lleváis
a urgencias?», preguntó Alicia. La tía Rebeca depositó a su gemela en brazos de
la impávida abuela y vino hasta mí. Me habló con dulzura: «Carolina, esa
oposición es muy dura y llevas mucho tiempo con ella, ¿no será todo esto fruto
del estrés? Elías es parte de la familia y os entendéis muy bien. En cuanto te
relajes, seguro que lo recuerdas». Sólo faltaba que la tía Almudena soltara lo
de siempre, que debería dejar de estudiar y ponerme a trabajar de lo que fuera.
Pero el silencio era absoluto. Y la verdad es que yo estaba agotada. Cada día
me costaba más almacenar en mi cabeza datos y más datos que me importaban un
carajo. Sin embargo... ¿Quién demonios era Elías? No me rendí. «Pero por muy
estresada que esté, ¿cómo puede ser que un primo se me haya borrado de la
cabeza?». El tío Moisés mencionó cierta enfermedad mental en la que el enfermo
cree que sus seres queridos son realmente criaturas siniestras disfrazadas. «Vamos,
que pensáis que estoy teniendo una especie de brote sicótico», dije. «¿De
verdad que no sabes quién es éste?», se metió entonces el insufrible de Miguel
dándole una patadita a Elías. El reloj de cuco dio las nueve. Mamá se enderezó
y señaló con aires dictatoriales la mesa, primorosamente puesta. Había que
sentarse pasara lo que pasara. Todos dirigían sus ojos a mí con expectación. Decidí
ganar tiempo. «¡Se acabó! ¡Que todo es una broma! Se nos ha ocurrido al grupo
de opositores de la biblioteca. Hemos quedado en que cada uno lo haría en su
casa. ¡Claro que reconozco a mi Elías!», exclamé. Oí un suave rumor general de
alivio. Me acerqué a Elías y le pedí que, por favor, me perdonara, que era
malísima gastando bromas. Alicia se puso tensa. Le acaricié la manita helada. Elías
dejó de ocultar su rostro en el pecho de Alicia y me miró fijamente. Sus
profundos ojos oscuros relampagueaban. Le pedí perdón de nuevo tan cariñosa
como pude, y entonces Elías se deshizo de los brazos de Alicia y se precipitó
en los míos. Lo recibí fingiendo afecto. Pero a Alicia no le hizo gracia, y
apenas nos habíamos abrazado tiró de Elías para que volviera con ella. Fue
agresiva, por eso provocó que la prótesis que cubría a Elías se rasgara un
poco, dejando al descubierto, en la zona de la nuca, una pequeña porción de
brillante piel negra. Sólo yo me di cuenta. Pero de momento no diría nada. Eran
las nueve y había que sentarse a la mesa.
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